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71 gotas...

Ahora sabía como se sienten los pájaros enjaulados. Su jaula tenía barrotes invisibles que se le calvaban en el corazón, haciendo que su sangre le inundase los pulmones. Impidiéndole respirar. Se ahogaba en el silencio de aquellas cuatro paredes. La frustración se apoderaba de ella, dejando paso después a la ira. Se volvía loca imaginando su libertad, porque era consciente de que aún era lejana. La rozaba con la punta de los dedos en sueños y, al despertar, se desvanecía como el efímero humo de un cigarro.
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70 gotas...

A veces me cuesta mantenerme optimista, los kilómetros me dificultan esta tarea. Me consuela saber que nos sobran dedos contando los días que faltan para vernos, pero me faltan manos para contar los que nos quedan para no volver a separarnos. Hace tiempo que sé que mi hogar está allá donde tú estés, me siento una extraña si no estás a mi lado. Pero, cuando estás, es como magia.

69 gotas...

Se acababa el año y sólo podía pensar en lo feliz que había sido durante esos 365 días. Desde que le conoció, no podía imaginarse la vida de otra forma, con otra persona. Y, ¿para qué hacerlo? Si tenía al lado al ser más maravilloso de todo el universo. Le transmitía tanta paz, tanta serenidad... Podía contar perfectamente con los dedos de una mano las veces que habían discutido, ¡y le sobraban dedos! Pero, a la hora de contar sonrisas.... le faltaban manos. Junto a él le sobraban los motivos para estar contenta, pues era todo lo que había soñado: atento, cariñoso, detallista, divertido... Con él podía hablar durante horas de cualquier tema o, simplemente, estar callados. Podía ser ella, con todas sus taras. No tenía que fingir u obligarse a ser alguien que no era. Ya no se avergonzaba por sus defectos. Simplemente vivía orgullosa de ella misma, a sabiendas que él vivía orgulloso también. Igual que ella de él. Y se amaban, a su manera. La manera más bonita que podía existir de amar a

68 gotas...

Si hablo de amor, tengo que hablar de las noches en las que me tocas el pelo hasta que me quedo dormida. De todos los abrazos que nos damos entre sueño y sueño, porque ni dormidos sabemos estar sin tocarnos. Si hablo de amor, tengo que hablar sobre nuestros besos en cada reencuentro después de pasar días separados. De las caricias en el sofá viendo la tele sin verla, porque estamos demasiado ocupados mirándonos a los ojos. Si hablo de amor, hablo de cada detalle que tienes conmigo. De las veces que te levantas de la silla para traerme algo de comer cuando tengo hambre o algo de beber cuando tengo sed. Si hablo de amor, tengo que hablar de cómo consigues tranquilizarme cuando estoy enfadada, triste o angustiada. De las veces que me haces reír incluso ni cuando yo misma me aguanto. Si hablo de amor, he de hablar de tí.

67 gotas...

Hace mucho, mucho tiempo, en un pequeño pueblo situado en el medio de un gran bosque, vivía un niño de ojos castaños y profundos. Como cada tarde, después de ayudar a sus padres en su oficio como reposteros, salió de casa y se dispuso a pasear por el monte para buscar frutos silvestres que, más tarde, su madre utitilzaría para sus mermeladas caseras. Cansado de deambular siempre por el mismo sendero, pensó que sería buena idea tomar otro camino, puesto que así quizá hallaría nuevas zarzas repletas de moras. Así pues, el pequeño cogió su cesta de mimbre y bajó por la colina, desviándose de su ruta habitual. Después de varios minutos andando, vislumbró entre los arbustos algo que le llamó la atención. Curioso, se acercó rápidamente y pudo observar un letrero de madera, algo podrido y mohoso, que simplemente tenía una flecha tallada en éste. Pensó que, seguramente, el letrero indicaría la dirección a seguir para llegar al pueblo desde el punto donde se encontraba. Como ya llevaba un buen

66 gotas...

Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...

65 gotas...

Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p