Y de repente un día te levantas, corres las cortinas y te das cuenta de que ha empezado un día mejor. De que tu vida ha cambiado. De que eres capaz de superar todo lo que se te presente y más. Comprendes por fin que eres fuerte, que no hay nada que pueda borrar la sonrisa de tu cara. Que no hay nadie capaz de hacerte sentir inferior. Pero tampoco superior. Simplemente eres tú misma, sin máscaras. Y te sientes bien.
Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p
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