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47 gotas...

Plantada delante del espejo, observaba el daño que le había causado el paso del tiempo a su rostro; su pelo, antes largo y negro como el azabache, lucía ahora recogido en un aburrido moño gris adornado con un par de agujas con perlas blancas que antaño pertenecieron a su madre. Le tenía un cariño especial a esos adornos, quizá porque eran el único recuerdo material que le quedaban de ella. Levantó la mano y tocó una de las perlas con sus dedos finos y arrugados. Dibujó media sonrisa, la cual se esfumó de repente al cruzarse su mirada con la de su reflejo en el espejo. A medida que bajaba la mano de su cabeza, iba deteniéndose por cada arruga que encontraba, acariciándola suavemente con un dedo. 




Cuando finalizó su extraño recorrido, una lágrima fugaz cruzó el desierto de su mejilla, hidratando el recuerdo de su juventud



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65 gotas...

Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p

66 gotas...

Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...

31 gotas...

Como en un sueño difuminado en el que los colores se mezclan hasta el punto de no saber cuál es cuál. Como un océano en el que desembocan miles de ríos cada día, haciendo que sus aguas se entrelacen creando nuevas corrientes. Como una caricia tan efímera que pudiera confundirse con el leve suspiro del viento. Como una palabra atascada en lo más recóndito del alma que, por miedo a salir, se refugia detrás de una lágrima. Sincera, como la sonrisa de un niño.