Su sonrisa era el acantilado por el que se precipitaba sin cuerda de seguridad. No le importaba morir ahogado en el mar de su cuerpo, si los brazos que le envolvían eran los suyos. A veces, la observaba sin más, tan sólo por el simple placer de mirarla. Como si estuviese delante de la más bella obra de arte jamás creada. Porque eso era realmente ella: ARTE. Tan perfecta que hasta sus infinitas imperfecciones se tornaban belleza pura. Aquellos ojos se le clavaban como estacas y, en vez de sangre, brotaba música. Su mirada podría haberle hecho ganar mil y una batallas con tan sólo un pestañeo, porque toda ella era fuego. Fuego del que no quema, pero escuece. Del que no se apaga nunca, aunque llueva. Y él lo notaba. Notaba esa calidez cada vez que la tocaba. Cada vez que besaba esos labios de terciopelo. Y ella lo sabía. Y se consumía lentamente, entre su abrazo, como una vela.