Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas.
En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, puesto que aunque se había dado por vencida, la belleza de aquel objeto le fascinaba.
Un día, al ir a acostarse, se le derramó sin querer un vasito de agua justo encima de la concha. Asustada, corrió a por un trapito para secarla, pero cuando llegó de nuevo a la habitación se dió cuenta de que ésta se había abierto. Fascinada y muerta de curiosidad, se acercó lentamente, esperando hallar la perla más grande jamás encontrada, pero no fue eso lo que sus enormes ojos vieron. En lugar de la perla, había una pequeña sirena de cabello rubio, tan dorado como la misma concha.
En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, puesto que aunque se había dado por vencida, la belleza de aquel objeto le fascinaba.
Un día, al ir a acostarse, se le derramó sin querer un vasito de agua justo encima de la concha. Asustada, corrió a por un trapito para secarla, pero cuando llegó de nuevo a la habitación se dió cuenta de que ésta se había abierto. Fascinada y muerta de curiosidad, se acercó lentamente, esperando hallar la perla más grande jamás encontrada, pero no fue eso lo que sus enormes ojos vieron. En lugar de la perla, había una pequeña sirena de cabello rubio, tan dorado como la misma concha.
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