Hace mucho, mucho tiempo, en un pequeño pueblo situado en el medio de un gran bosque, vivía un niño de ojos castaños y profundos. Como cada tarde, después de ayudar a sus padres en su oficio como reposteros, salió de casa y se dispuso a pasear por el monte para buscar frutos silvestres que, más tarde, su madre utitilzaría para sus mermeladas caseras. Cansado de deambular siempre por el mismo sendero, pensó que sería buena idea tomar otro camino, puesto que así quizá hallaría nuevas zarzas repletas de moras. Así pues, el pequeño cogió su cesta de mimbre y bajó por la colina, desviándose de su ruta habitual. Después de varios minutos andando, vislumbró entre los arbustos algo que le llamó la atención. Curioso, se acercó rápidamente y pudo observar un letrero de madera, algo podrido y mohoso, que simplemente tenía una flecha tallada en éste. Pensó que, seguramente, el letrero indicaría la dirección a seguir para llegar al pueblo desde el punto donde se encontraba. Como ya llevaba un buen rato caminando y empezaba a hacerse de noche, decidió tomar el camino que apuntaba la flecha. Cuando tan solo llevaba un par de minutos andando, una espesa niebla empezó a rodearle, impidiendo que pudiera ver más allá de sus manos. De repente, el suelo se hundió bajo sus pies, haciéndole caer al vacío. Pasaron horas hasta que el pequeño recobró el sentido, pues quedó desmayado al golpear su cabeza contra las rocas de aquel extraño terreno. Magullado y apenas sin fuerzas, el niño se levantó intentando entender qué había pasado. Miró a su alrededor y solamente había oscuridad. Afinó el oído, intentando oír algo, y solo halló silencio. Se sentó en el suelo, mareado, y repentinamente, llegó a su olfato un hedor nauseabundo, tan repugnante que incluso hizo que se le revolviera el estómago.
Pero... ¿De dónde procedía ese olor?
Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p
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