Se levantó aquella mañana y se sentó en el borde de la cama. Miró a su alrededor y todo estaba como lo había dejado la noche anterior. Se quedó mirando un punto fijo, pensando cuánto había cambiado su vida desde hacía tan solo un tiempo. No entendía como podía pasar el tiempo tan rápido en el exterior y, en cambio, en su interior pasaba tan lento. Las agujas de su reloj se habían quedado estancadas; las horas no pasaban, los minutos no corrían y los segundos no avanzaban. Todo estaba tan muerto dentro de ella que le daba igual todo. Tenía tanto vacío en su interior que si hubiera podido gritar profundamente, el eco que habría producido hubiera retumbado en cada parte de su ser…
Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...
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