Le gustaba la lluvia, el frío, las tardes de domingo que obligaban a quedarse en casa por culpa del fuerte y helado viento que soplaba sin parar. Le gustaban las gélidas mañanas en las que levantarse suponía un esfuerzo casi sobrenatural. En invierno le gustaba incluso madrugar. Le encantaba ponerse capas y capas de ropa y la calidez que ésta producía sobre su piel. Le gustaban los escalofríos que hacían que su piel se erizara al salir de la ducha y el vapor que se originaba al poner el agua casi hirviendo en un espacio tan cerrado. El té calentando sus manos era uno de los detalles más efímeros que producía en ella un gran placer. El olor de la tierra húmeda bajo sus pies, para ella, era algo indescriptible. Era la única época del año que conseguía producir paz y tranquilidad en cada uno de sus sentidos. Calles vacías reproduciendo el eco de sus pasos, de su respiración.
Pero aún era verano. Aún tenía que aguantar cúmulos de gente y el calor que producían los rayos incansables del sol.
Pero aún era verano. Aún tenía que aguantar cúmulos de gente y el calor que producían los rayos incansables del sol.
El invierno siempre llega. Y se vuelve a ir. Y llega. En un perfecto ciclo infinito.
ResponderEliminar