Ir al contenido principal

45 gotas...

Le gustaba la lluvia, el frío, las tardes de domingo que obligaban a quedarse en casa por culpa del fuerte y helado viento que soplaba sin parar. Le gustaban las gélidas mañanas en las que levantarse suponía un esfuerzo casi sobrenatural. En invierno le gustaba incluso madrugar. Le encantaba ponerse capas y capas de ropa y la calidez que ésta producía sobre su piel. Le gustaban los escalofríos que hacían que su piel se erizara al salir de la ducha y el vapor que se originaba al poner el agua casi hirviendo en un espacio tan cerrado. El té calentando sus manos era uno de los detalles más efímeros que producía en ella un gran placer. El olor de la tierra húmeda bajo sus pies, para ella, era algo indescriptible. Era la única época del año que conseguía producir paz y tranquilidad en cada uno de sus sentidos. Calles vacías reproduciendo el eco de sus pasos, de su respiración.


Pero aún era verano. Aún tenía que aguantar cúmulos de gente y el calor que producían los rayos incansables del sol.

Comentarios

  1. El invierno siempre llega. Y se vuelve a ir. Y llega. En un perfecto ciclo infinito.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

71 gotas...

Ahora sabía como se sienten los pájaros enjaulados. Su jaula tenía barrotes invisibles que se le calvaban en el corazón, haciendo que su sangre le inundase los pulmones. Impidiéndole respirar. Se ahogaba en el silencio de aquellas cuatro paredes. La frustración se apoderaba de ella, dejando paso después a la ira. Se volvía loca imaginando su libertad, porque era consciente de que aún era lejana. La rozaba con la punta de los dedos en sueños y, al despertar, se desvanecía como el efímero humo de un cigarro.

66 gotas...

Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...

70 gotas...

A veces me cuesta mantenerme optimista, los kilómetros me dificultan esta tarea. Me consuela saber que nos sobran dedos contando los días que faltan para vernos, pero me faltan manos para contar los que nos quedan para no volver a separarnos. Hace tiempo que sé que mi hogar está allá donde tú estés, me siento una extraña si no estás a mi lado. Pero, cuando estás, es como magia.