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60 gotas...

Despertó, y al abrir los ojos le cegó la pálida luz del fluorescente de aquella extraña habitación. ¿Dónde estaba? Consiguió ponerse de pie y pudo observar que se encontraba en un cubículo de paredes blancas y acolchadas sin más decoración que unos grilletes tirados en el suelo y un gran espejo situado justo delante de ella. Se miró en el reflejo y apenas se reconoció. Despeinada, vestida con una bata blanca hasta las rodillas y con los brazos y las piernas llenas de moretones. Aprecio también restos de sangre seca que contrastaban con el blanco de su bata. No recordaba nada y tampoco sabía cuánto tiempo llevaba metida en aquel turbio lugar. Sentía la boca pastosa y un agudo dolor de cabeza hizo que se retorciera en el suelo. Tenía náuseas.


Oyó un ruido de llaves y se abrió la puerta. Se giró lentamente y observó como dos figuras difuminadas se acercaban a ella sin dirigir ni una palabra y, entonces, se desmayó.

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65 gotas...

Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p

66 gotas...

Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...

31 gotas...

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