Era un
día raro. Un día que antes tenía valor para ella, un día importante. Ahora,
simplemente era uno mas de 365 que tiene el año. Pensaba que iba a ser extraño y que el sueño de la noche anterior
era un augurio de lo que acontecería hoy. Pero no le dio importancia. Es más,
se quitó las penurias y las tristezas que la vestían y dibujó una sonrisa en su
cara. Se puso rímel en los ojos y colorete en las mejillas. Decidió no gastar
ni un segundo más de su tiempo pensando en lo que pudo ser y no fue. Se propuso
a si misma ser feliz, y así lo hizo. Sin más.
Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p
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