Los
rayos de sol le acariciaban cálidamente la cara. La brisa marina provocaba que
su largo cabello moreno se moviera al ritmo de las olas. El olor de la playa le
penetraba hasta lo más profundo de su ser, produciendo en ella una sensación de
tranquilidad que la dejaba casi adormecida. Sus finos dedos jugueteaban con la
arena; cogía un puñadito y lo dejaba caer, haciendo que una pequeña nube de
polvo se elevara y se mezclara con el aire. Pese a todo lo que había sufrido,
tenía la esperanza de que todo se arreglaría lo antes posible. Confiaba en que
dentro de poco podría mirar hacia atrás y reírse a carcajadas de lo estúpida
que había sido y de lo poco que le había merecido la pena todo ese sufrimiento.
Pero aún era pronto. Demasiado.
Las despedidas amargaban más cuando no sabía cuándo volvería a verle. Creía que podía acostumbrarse, que podía habituarse a cada separación, por corta que fuese. Pero no era así. Cada vez le dolía más y, aunque sabía que era por poco tiempo, cada hora que pasaba lejos de él se le clavaba como una aguja en el corazón. Lo peor no era no poder verle cada día, sino no poder abrazarle cada vez que lo necesitaba. Y no le quedaba más remedio que esperar. Esperar a que el tiempo pasara y llegase el momento de poder acariciarle de nuevo. Pero qué dura era la espera...
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