Los
rayos de sol le acariciaban cálidamente la cara. La brisa marina provocaba que
su largo cabello moreno se moviera al ritmo de las olas. El olor de la playa le
penetraba hasta lo más profundo de su ser, produciendo en ella una sensación de
tranquilidad que la dejaba casi adormecida. Sus finos dedos jugueteaban con la
arena; cogía un puñadito y lo dejaba caer, haciendo que una pequeña nube de
polvo se elevara y se mezclara con el aire. Pese a todo lo que había sufrido,
tenía la esperanza de que todo se arreglaría lo antes posible. Confiaba en que
dentro de poco podría mirar hacia atrás y reírse a carcajadas de lo estúpida
que había sido y de lo poco que le había merecido la pena todo ese sufrimiento.
Pero aún era pronto. Demasiado.
Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p
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