Cuando
era pequeña fantaseaba sobre cómo sería su vida cuando fuera mayor. Tenía altas
expectativas sobre el amor. Creía que un día encontraría a un hombre, quizá de
manera casual, chocándose con él en una gran avenida llena de gente, cruzando
las miradas en una cafetería en el centro de la ciudad o vete tu a saber qué.
Entonces él la invitaría a cenar a un restaurante bonito y acabarían la velada
con un paseo en un parque a la luz de la luna. Y así surgiría el amor. Sin más
vuelta de hoja, sin quebraderos de cabeza, sin dolor ni sufrimiento alguno. Pobre
niña tonta. Ahora se daba cuenta de lo ilusa que había sido. Se daba cuenta de
que todo no era de color rosa, si no de un color gris oscuro casi negro. Había
vivido de primera mano lo que era sentir que se te rompía el corazón a
pedacitos. Había conocido lo que era quedarse hasta altas horas de la madrugada
llorando sin cesar. Había sentido como, de un momento a otro, su vida se le
escapaba de las manos sin opción alguna. Pero, cuando tan solo creía ver
oscuridad a su alrededor, un pequeño rayo de luz cruzó su cielo, dándole a su
vida un toque de esperanza.
Ahora sabía como se sienten los pájaros enjaulados. Su jaula tenía barrotes invisibles que se le calvaban en el corazón, haciendo que su sangre le inundase los pulmones. Impidiéndole respirar. Se ahogaba en el silencio de aquellas cuatro paredes. La frustración se apoderaba de ella, dejando paso después a la ira. Se volvía loca imaginando su libertad, porque era consciente de que aún era lejana. La rozaba con la punta de los dedos en sueños y, al despertar, se desvanecía como el efímero humo de un cigarro.
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