Sentía impotencia. Impotencia al ver que, por mucho que quisiera, no podía alejar esos pensamientos de su cabeza. Pensamientos que la herían y que, como cuando se le echa sal a una llaga, escuecen. Esa impotencia se apoderaba de ella haciéndola rabiar. En esos momentos le hubiera gustado ser un volcán, un tsunami o un huracán y poder arrasar todo cuanto estuviera en su camino. Todo. Y quedarse sola. Sin nadie. Quería pedir prestadas las alas a una golondrina y volar a algún lugar desierto, sin más compañía que el aire. O quizá pedir las aletas a un pez payaso y sumergirse en lo más hondo y oscuro del océano. Y, de nuevo, volvía a sentir esa misma impotencia, al recordar que no podía hacerlo. Finalmente, esa sensación se convertía en un miserable dolor de cabeza. Y vuelta a empezar.
Érase una vez una niña de ojos grandes y largas pestañas. Vivía en un pequeño pueblo pesquero, en una casita humilde con las ventanas y puertas de color azul, justo al lado de la playa. Le gustaba, al levantarse cada mañana, ir corriendo a la orilla a recoger las conchas nuevas que durante la noche habían traído las olas. En una de esas mañanas, nada más salir de casa, la pequeña niña vislumbró a lo lejos algo muy brillante, tan brillante que tuvo que entrecerrar los ojos. Como grande era su curiosidad, se acercó corriendo para ver de qué se trataba. Cuando estuvo lo bastante cerca como para ver qué era, pudo observar una hermosa concha dorada. Se quedó mirándola atónita durante un buen tiempo, ya que nunca había visto semejantes valvas de ese color y, después de unos minutos, intentó abrirla sin éxito. Lo siguió intentando durante las siguientes semanas, fracasando día tras día, hasta que decidió dejar de lado aquella maravillosa pero extraña concha. La puso en su mesita de noche, p
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