Sentía impotencia. Impotencia al ver que, por mucho que quisiera, no podía alejar esos pensamientos de su cabeza. Pensamientos que la herían y que, como cuando se le echa sal a una llaga, escuecen. Esa impotencia se apoderaba de ella haciéndola rabiar. En esos momentos le hubiera gustado ser un volcán, un tsunami o un huracán y poder arrasar todo cuanto estuviera en su camino. Todo. Y quedarse sola. Sin nadie. Quería pedir prestadas las alas a una golondrina y volar a algún lugar desierto, sin más compañía que el aire. O quizá pedir las aletas a un pez payaso y sumergirse en lo más hondo y oscuro del océano. Y, de nuevo, volvía a sentir esa misma impotencia, al recordar que no podía hacerlo. Finalmente, esa sensación se convertía en un miserable dolor de cabeza. Y vuelta a empezar.
Ahora sabía como se sienten los pájaros enjaulados. Su jaula tenía barrotes invisibles que se le calvaban en el corazón, haciendo que su sangre le inundase los pulmones. Impidiéndole respirar. Se ahogaba en el silencio de aquellas cuatro paredes. La frustración se apoderaba de ella, dejando paso después a la ira. Se volvía loca imaginando su libertad, porque era consciente de que aún era lejana. La rozaba con la punta de los dedos en sueños y, al despertar, se desvanecía como el efímero humo de un cigarro.
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