Dicen que basta tan sólo una mentira para poner el duda todas las verdades. Ella, en cambio, pensaba que no dependía del número de mentiras. Dependía de la magnitud, de la maldad y de la soberbia que ésta contenía. No le importó nunca perdonar pequeñas mentirijillas piadosas, de esas que se dicen para no hacer daño a otra persona. Tampoco le importó perdonar aquellas que acompañaban arrepentimiento. Todos somos humanos, pensaba. Todos nos podemos equivocar alguna vez. Y, para qué engañarnos, todos queremos ser perdonados. También dicen que las verdades duelen. Ella, sin embargo, prefería mil verdades que se le clavaran como puñales que una mentira que la hiciese sentir en las nubes. Las prefería porque, cuando descubría que le habían mentido, esa nube se desvanecía como el humo de un cigarrillo, dejándola caer desde una gran altura en el frío y sólido suelo. Y dolía más que todas esas verdades juntas, e incluso más que cualquier otra tortura. Las mentiras siguen doliendo con el paso del tiempo y, por desgracia, esa clase de heridas no sanan. Simplemente se aprende a vivir con ellas.
Ahora sabía como se sienten los pájaros enjaulados. Su jaula tenía barrotes invisibles que se le calvaban en el corazón, haciendo que su sangre le inundase los pulmones. Impidiéndole respirar. Se ahogaba en el silencio de aquellas cuatro paredes. La frustración se apoderaba de ella, dejando paso después a la ira. Se volvía loca imaginando su libertad, porque era consciente de que aún era lejana. La rozaba con la punta de los dedos en sueños y, al despertar, se desvanecía como el efímero humo de un cigarro.
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